Un pez en la inmensa noche
de Marcelo Caruso
31 mayo, 2021 por
Laura
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    En el piso, la boca del hombre se contrajo, tembló un instante y luego se calmó. Algo había irrumpido desde la garganta y la había dejado inmóvil, con una mueca crispada. El único ojo abierto del hombre veía un escritorio borroso, un cuadro vacío y un estante. Todo lejano, confuso, como del otro lado de un vidrio sucio. En la penumbra de la habitación sólo se oía un burbujeo de agua. El hombre escuchaba también el chasquido de su lengua, que intentaba despegar un coágulo pegoteado entre los dientes. El ojo fue girando con esfuerzo, encontró la sombra de la nariz, los poros del piso como cráteres, restos extraños, varias gotas de sangre y algo negro y cilíndrico que lo apuntaba como un dedo feroz. Con insólito realismo, aquello atravesó la superficie de ese vidrio sucio para instalarse frente a su pupila. El ojo volvió a moverse, esta vez hacia su otro vértice. Tropezó con algunas pestañas pegoteadas, trató de liberarlas, no pudo, descubrió la pata de una mesa iluminada por un resplandor difuso, y se concentró en el esfuerzo de subir hasta la luz. Fue alzándose, al principio con movimientos bruscos, después suavemente, a lo largo del filo vertical de la pata. Halló un travesaño de madera, se elevó temblando, hasta que pudo recorrer por fin una superficie de vidrio. Era una pecera con un foco encendido en una esquina. En su interior, lentas burbujas estallaban al final de su ascenso, expulsadas por el aireador.     

    Más que pensar, el hombre supo que la luz debía estar iluminándole parte del cuerpo, pero estaba maquinalmente ocupado en la tarea de respirar, y si tenía algo de conciencia se le traducía en imágenes confusas de la infancia, voces que, paradójicamente, resucitaban en ese instante, fragmentos inconexos, un pecho de mujer, una lengua y, sobre todo, el deseo no formulado, pero vivo y ardiente, de encontrarse las manos. El ojo se agitó, buscándolas: las imágenes que encontró de su cuerpo fueron extrañas, como si hubiera contemplado un raro animal extinguido, sobre una mesa de disección, desenterrado de hielos prehistóricos. Cada vez más irritado, el ojo volvió a su posición anterior y recibió otra vez el resplandor de la pecera. Con una calma cercana a la inercia, el agua apenas iluminada le fue entrando en la pupila. Vio la mancha de las piedras, la neblina húmeda de la luz y algo que cruzó lentamente, de derecha a izquierda, envuelto en una oscura y vaporosa parsimonia: el Carassius.

    El ojo persiguió con esfuerzo los vaivenes de su cuerpo y de esa cola que, de acuerdo con la posición, estallaba por momentos con un brillo lúgubre. El pez, solo en la reducida inmensidad de la pecera, nadaba zigzagueando hacia una esquina, se topaba con el vidrio, subía y bajaba tratando atolondradamente de superarlo, pero arriba, abajo, a los costados, volvía a chocar de lleno contra él. Entonces giraba, descendía con esfuerzo hasta el fondo de piedras, daba un mordisco a algo y, con el mismo propósito irrealizable, iniciaba empecinadamente su camino hacia la otra esquina del acuario.

    El vidrio posterior del acuario tenía adosada por fuera una fotografía del templo de Abu-Simbel que el hombre había recortado días atrás. En la semipenumbra, la figura fantasmagórica del pez, chocando contra los colosos milenarios, comenzó a hundirse en el ojo con una terca continuidad, sin ostentar la potencia que la movía y sobrenadando años para raspar el fondo de la propia vida del hombre, un fondo desgranado, hecho partículas, como la grava del acuario.

    Entonces ciertas voces comenzaron a seguirlo: “…Harta…” “…Tu redentorismo wagneriano…” “…Harta…” “…Los poemas no saben caminar…” Voces clavadas en su cerebro como resortes que se activaban con otros sonidos, con antiquísimos olores y miedos, con manos no del todo reconocibles y con esa pesadilla persistente que ahora era sin tapujos una visión, la visión de sí mismo nadando en la profundidad, desnudo, buscando atravesar unos colosos con la misma desesperación del pez, en un tiempo sin luz y sin medida. Un pez en la inmensa noche, sumergido, preso, en la nada de una absoluta y perenne desolación.

    Una convulsión aguda lo llevó al agotamiento. La imagen del pez desapareció detrás de una niebla rojiza. La garganta se le inundó de golpe con algo líquido que empezó a fluir hacia adentro y también hacia afuera de la boca. “Ya está”, pensó, pero con la forma de un oscuro sentimiento. Sin embargo, el ojo trató de ver una vez más del otro lado del vidrio. Parecía fuera del tiempo, como si lo hubieran metido dentro de una campana o un frasco de formol sobre el que a veces, y sin orden cronológico, aparecían las extrañas imágenes de su vida de la misma manera en que los objetos de la habitación se reflejaban sobre el vidrio de la pecera. Y, como el pez, el hombre ya ignoraba esas imágenes. Sólo algunas, mientras su debilidad crecía, trataban de aferrarse y de herirle la memoria, con una persistencia caprichosa que lo devolvía a una escalera, a su niñez, a unos zapatos de mujer. Desde allí había otras resbalando, secuencias disgregadas que asaltaban inútilmente su cerebro mientras el ojo, como ajeno a él, acompañaba trabajosamente los movimientos del pez en la penumbra. Al mismo tiempo todo empezó a confundirse con un rumor sordo del otro lado de la pared, algunos golpes, sonidos lejanos de la calle, una sirena, la palabra: “basta” y una fotografía desgarrada en un canasto de papeles. Ahí, en fragmentos, el cuerpo moreno de una muchacha, arqueado en la penumbra del amor como un ave del paraíso, desbordado, húmedo, fragante. Y palabras de esa muchacha que habían estallado en el alma del hombre como bengalas de fiesta, y una noche de abrumadora belleza, los dos sentados en la escalera de una hostería, cuando aún era tiempo de deseos y en alguna zona del cielo esperaban descubrir el milagro de una estrella fugaz. Mientras buscaba vanamente al pez, se oyó diciendo: “Salió mal, muy mal”, y tuvo la visión de la muchacha abrochándose un abrigo. Después se vio a sí mismo dando un salto, algo entre infantil y patético, para llegar al escritorio y alejarse de él llevando un estuche de considerable peso. Y allí, en el centro de la habitación, diciendo: “Treinta y dos años”, diciendo: “es igual”, se recordó enfrentando al pez, al insensato pez que nadaba en la penumbra, mientras su mano, al fin, empuñaba el arma y la llevaba a la sien.

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