Tomó el cofre que celosamente guardaba en el placard, sacó sus cosas sobre la mesa y trabajosamente se sentó con su tercera taza de café del día.

    Con suma maestría separó sus papeles por fecha que a esta altura se contaban en décadas, recuerdos suyos y de quienes lo habían acompañado durante su vida, la vida que al igual que una vela se debatía en los últimos esfuerzos por no extinguirse. Creía recordar que al llegar el verano alcanzaría por fin sus noventa y cuatro años, sabía que eran muchos, que eran los últimos pero esto no lo conformaba, su tiempo se le había escapado con la misma facilidad y rapidez con la que una estrella fugaz es consumida por la oscuridad de la noche.
  
    En estos papeles podía recordar lo que ya su memoria no retenía, su partida de nacimiento, sus boletines, fotos que milagrosamente le devolvían por un instante la sonrisa de su madre, el timbre de voz de sus hermanos, recuerdos de sus hijos que aunque vivos poco los veía y un sin fin de cartas de amor que daban fe de lo que luego sería una gran familia.

    Día tras día repetía ceremonialmente este ritual, el de recordar la vida que fue, había descubierto que al igual que una ley de la física existe un tiempo de crecer, de experimentar de aprender pero que ésta se detenía naturalmente para dar paso a la evocación, en ese instante nacía otra vida, la vida interior.